Desde hace menos de un siglo aprendimos los argentinos que
el hospital estatal caritativo no era un lugar sólo para morir y también que el
entorno social, político y económico era muy influyente en el destino de la
salud de cada uno. El progreso de la ciencia y de la cultura política iluminó
esta cuestión como parte de una corriente mundial de pensamiento. Ilustres
sanitaristas habían sido los profetas, como Ramos Mejía o Coni, pero fue
Carrillo, en los años 40 y 50, el que de algún modo lo codificó. El mundo de
posguerra construyó entonces los servicios nacionales de salud de Gran Bretaña
y Chile y perfeccionó los de los países socialistas, todos estatales, todos
inspirados, con matices políticos autoritarios o republicanos, en una filosofía
socialdemócrata.
La sociedad aprendió ese discurso de los principios y
derechos, incluso los políticos, que lo agregaron como capítulo de sus
plataformas. Sucesivos aportes doctrinarios y el avance de la ciencia lo
enriquecieron, pero hoy el meollo es el mismo; los instrumentos pueden ser
distintos (por ejemplo, libre mercado o estatismo), pero todos apuntan en el
discurso a los mismos buenos objetivos: universalidad, igualdad, calidad.
Tuvimos éxito en el discurso: hay consenso, pero ¿por qué tenemos la sensación
de que fracasamos en la realidad?
Es que la letra chica del contrato social es lo que importa
para cumplir o no con lo que promete o anhela el discurso, y vemos su éxito o
fracaso en los resultados colectivos, no en los propósitos declamados. El bien
común es resultante del esfuerzo de cada ciudadano, pero también de las
concesiones que hace en sus intereses personales. Y en el discurso se
transmiten los afanes, pero en la implementación surgen los obstáculos, porque
nadie piensa en las concesiones hasta que la realidad las muestra.
El problema es que la sociedad cambió, y mucho, desde los
años 70. Lo hizo como producto de un cambio mundial en el que disminuyeron los
pobres, es cierto, pero al mismo tiempo se acentuó la desigualdad y los grupos
humanos se hicieron más individualistas, más cortoplacistas, más hedonistas: la
"modernidad líquida", como la denominó Baumann.
Los cantos de cisne del viejo modelo de reforma fueron,
entre nosotros, el proyecto de Sistema Integrado de Salud, en los 70, y el
Seguro Nacional de Salud, en los 80. Después se inicia un proceso de
subrepticia retirada del Estado y su privatización de la peor manera,
mercantilizada. La culminación de ese proceso es la paulatina asociación de la
obra social a grupos financieros o prepagos, con diferenciación de planes de
cobertura y pago por prestación, que completa la incorporación a la lógica de
mercado. Crece la desigualdad entre los grupos humanos, como en otros campos
sociales, la educación por ejemplo.
La Argentina siempre tuvo universalidad teórica en servicios
de salud: el hospital o centro de salud estatales siempre fueron abiertos a
toda demanda, incluso de los pacientes de países vecinos. En realidad, fueron
servicios para los pobres, centro de innovación, aprendizaje y fuente de prestigio
profesional. Con los años, disminuyeron un poco su relevancia por el
crecimiento del sector privado financiado por el desarrollo de las obras
sociales. Si se pretende organizar esta desorganización creando "la obra
social de los pobres" con avances tecnológicos, con integración paulatina
de los prestadores públicos y privados, habrá que atender a los diferentes
tiempos de adecuación de los sectores. El sector público es mucho más rígido:
está enmarañado en una red de leyes, estatutos, reglamentos, disposiciones,
privilegios que lo hacen arduo de cambiar. Y en el imaginario de la sociedad
está desprestigiado, principalmente en las clases media y media alta. En
cambio, el sector privado es mucho más flexible y podrá adaptarse más rápido a
los cambios requeridos por la reforma, incluso si cumple peor su cometido;
además, como incentivo poderoso a la gente, tiene el simbolismo del ascenso
social.
La buena política acota los intereses sectoriales en un
proyecto superador. El funcionamiento del mercado en salud, como en educación,
discrimina y desiguala aún más a las clases sociales. En una democracia el tema
se plantea y discute porque, como aseveraba Antonio Machado: "Hoy es
siempre todavía".
Aldo Neri: Médico, ex ministro de Salud y Bienestar Social de la Nación
Fuente: La Nación
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