Las instituciones sociales son un producto
cultural y político, no sólo instrumentos de racionalidad teórica destinados a
cumplir una función comunitariamente necesaria.
Esto quiere decir que, además de hacer mejor o peor esto
último, responden a expectativas de sus protagonistas, sean ellas económicas,
de poder, de prestigio, poderosas fantasías populares, o combinaciones de todas
ellas. A veces, existe un proyecto político fuerte que las acota y orienta
hacia sus propios objetivos; en el caso de salud ejemplo fue Gran Bretaña en la
posguerra o Cuba en la revolución.
Nada de esto último sucedió en salud en Argentina, aunque
hubo intentos fracasados. Educación sí lo tuvo -educación primaria pública,
universal e igualitaria, laica y gratuita-, generado por nuestros próceres
liberales del siglo XIX, pero desfalleció (más bien falleció) en la segunda
mitad del siglo pasado. Y así fue que el modelado de los servicios de salud lo
realizó el complejo juego de aquellos intereses parciales, resultando las
políticas públicas en gran medida efectos de la mayor o menor fuerza política
de estos intereses.
En un país de desbordada corporativización -empresarios,
sindicatos, iglesia, profesionales, militares-, donde esta dinámica incluso
reemplazó al sistema político en largos tramos de su historia, salud alimentó,
por ejemplo, al principio el ascenso social de los profesionales médicos,
después la consolidación de un modelo sindical monolítico construido desde el
Estado, siempre la desproporcionada rentabilidad de la industria farmacéutica,
y la reciente expansión de nuevos intereses empresarios de mercado. A la par de
innegables progresos, nada de ello pudo hacerse sin pagar costos muy altos en
términos de eficiencia y equidad social.
Por otra parte, el Estado en sus distintas jurisdicciones
fue desactivando su rol en la medida que los intereses políticos, económicos o
de prestigio, legítimos o no, de los actores sectoriales se radicaban
crecientemente en otros ámbitos. Reforzaba este proceso la avidez de status
diferenciador que caracteriza a las clases sociales argentinas, en una etapa
histórica en que paulatinamente se abolió la movilidad social. No, como decía
D’Artagnan, mosquetero de mi infancia: “uno para todos y todos para uno”, sino
“sálvese quien pueda”.
Más que nunca, los hospitales y centros de salud estatales
están para los pobres, y para subsidiar por varios mecanismos a las obras
sociales y a la medicina privada, y para actuar en la emergencia como válvula
de seguridad, a cargo de los malos negocios de la salud.
La epidemia neoliberal de los ’90 profundizó una tendencia
que no había podido ser revertida con el proyecto peronista del Sistema
Integrado de los ’70, ni por el radical del Seguro Nacional Universal de los
’80. Un federalismo entendido como desentendimiento nacional y una creciente
mercantilización del campo de las obras sociales y el privado, tampoco
contrarrestados por los últimos gobiernos, consolida la fragmentación y
desigualdades del sistema. Entendamos, hay carencias de buenos servicios para
muchísima gente, pero hay incluso mal servicio por sobremedicalización para
mucha otra gente. Para nosotros, en materia de paradigmas en salud, la
globalización resulta una norteamericanización (USA) del sistema, desechando
algunos mejores ejemplos europeos.
La gente, en general, se preocupa poco de las deficiencias
salvo cuando la salpican cerca. Los políticos saben esto y habitualmente evaden
el plantear reformas estructurales que tardan en mostrar sus frutos.
El proyecto del gobierno actual, de cobertura universal de
salud (CUS), aparte de útil como recurso electoral, cumple la función de
organizar la “obra social de los pobres”, sin cambio en la estructura de
servicios y desigualdad del pueblo argentino. En la sociedad capitalista un
punto crucial es determinar qué cosas son tributarias del mercado, regulado o
no, y qué cosas no. Salud y educación claramente no son tributarias del libre
mercado. Él discrimina y segrega.
Cada quien, de buena o dudosa fe, actúa con su lógica en este
sistema desarticulado. Pero un pueblo sólo es nación cuando, en asuntos
cruciales, elabora una lógica común, mayoritaria, como base del consenso.
Promoverlo es el desafío de la buena política.
Aldo Neri fue ministro de Salud y Acción Social. Ex diputado
nacional e integrante del grupo PAIS.
Fuente: Clarín
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