El profesor de Historia y académico Federico Lorenz cuenta
una experiencia familiar muy particular que revela las dificultades con las que
se encuentran quienes transitan por el sistema de salud y sus enormes
obstáculos.
Un día te encontrás con la novedad de que un ser querido se
descubrió un bulto que antes no tenía en el cuerpo. Con los tiempos habituales
de una obra social, sacás un turno para despejar cualquier duda. Al principio
funciona de esta manera: "esto no nos va a pasar a nosotros. Ella no va a
tener nada". Pero no es así. El diagnóstico, al fin, es el de un tumor
maligno. Entonces comienza el mundo de la enfermedad y su tratamiento, de los
opinadores profesionales, de los bienintencionados molestos. La sensación,
pesada como una losa, de que todo está hecho para que la necesaria tranquilidad
–"que es la mitad del tratamiento", como también te explican- sea un
bien escaso y casi inexistente. De repente, la amenaza del cáncer pone en
evidencia la indiferencia e inhumanización de un sistema de salud que en teoría
debe proteger, atender y contener. Deshumanización disfrazada de
"virtualidad" y "eficiencia".
El paciente debe someterse a infinidad de estudios, una
operación y un tratamiento, lo que es lógico. Pero para llegar a esas
instancias curativas o preventivas tiene, con anterioridad, que superar una
verdadera carrera de obstáculos. Enfermarse no es solamente tener una afección
más o menos riesgosa, que hay que extirparse y tratarse, sino atravesar una
ciénaga de trabas y complicaciones que recuerdan la muerte de Artax, el blanco
caballo de Atreyu que se dejó morir de pena en los Pantanos de la Tristeza, en
uno de los momentos más intensos de La historia sin fin.
Es verano y algunos de los estudios necesarios para el
diagnóstico definitivo requieren "autorización". Vivimos en el
Conurbano pero debemos acercarnos al centro para hacer ese trámite. Allí nos
informan que –afortunadamente, creemos en ese momento- alcanza con fotografiar
la orden y enviarla por mail para que se inicie el trámite. Lo hacemos en la
siguiente ocasión, pero la administración nunca acusa recibo, ni informa si el
estudio fue autorizado o no, por lo que el día anterior al estudio (que implica
ayuno, ingesta de remedios) hay que acercarse a Capital Federal, ya que no
sabemos si llegado el momento harán el estudio o no. "Ah, sí. Estaba
autorizado", nos informan. "¿No pueden avisar?", pregunto.
"No es el procedimiento".
La enfermedad obliga no solo a aprender cantidad de palabras
y conceptos: "carcinoma", "ganglio centinela", "índice
Ki", o evaluar cómo dar la noticia a les hijes, sino también a tolerar un
destrato que demuele la mejor de las voluntades. El problema de salud real se
mezcla, cuando aún la familia no ha aprendido del todo a jerarquizar y
acomodarse a la nueva situación, con lo que supuestamente son
"beneficios" para los afiliados. Los turnos se pueden sacar online.
¿Todos? No. Pero eso sólo se descubre luego de navegar a través de páginas y
más páginas de internet desarrolladas para facilitar la tarea. La posibilidad
de reservar turnos, como en el Cyber Monday, es limitada. Para obtener uno para
dentro de "X días" para "H especialista", hay que esperar a
determinada hora de un viernes, que es cuando el sistema "abre la
semana". Por teléfono informan que, no obstante, el turno se puede
reservar personalmente. Para estar tranquilos, bajo el sol rajante de febrero,
peregrinamos a hacer una cola de cuarenta y cinco minutos, promedio, para que
una administrativa fastidiada (le toca trabajar de cara de la prestadora) nos
informe que "a ella el sistema tampoco le habilita la semana".
"Pero le puedo dar un sobreturno", lo que rápidamente aprenderemos a
traducir como "será una amansadora".
Es probable que las prestadoras imaginen que aguardar en
línea a que te atiendan es una suerte de tratamiento, una preparación para las
horas que hay que pasar mientras se aplica la quimioterapia. Pueden pasar 45,
50 minutos, para que la comunicación se corte, o escuchemos aliviados un
"lo derivo", para que una voz anónima nos diga que los turnos se
sacan online (ya vimos lo que sucede) o en persona (ídem).
Anónimo, siempre anónimo. El anonimato de quienes atienden
al enfermo o sus familiares no es casual. Es un aspecto más del proceso
impersonal e inhumano en el que hemos transformado un costado tan sensible como
lo es el cuidado de nuestros enfermos. Es como si para llegar a la instancia de
poner el cuerpo –porque de eso se trata- el enfermo obligatoriamente deba pasar
por una serie de filtros. La sensación es que la obra social se protege de
quienes la necesitan, cuando debería ser al revés.
Anónimo y fragmentario. Así es el trato, y también la
información que maneja cada una de las personas con las que debemos
interactuar, lo que multiplica los trámites y las dificultades. Y en el último
eslabón, así es el conocimiento que el paciente tiene de lo que le sucede,
salvo que insista e insista.
Llega finalmente el momento de la consulta con el/ la
cirujana que extirpará el tumor. Han pasado dos meses desde la detección del
bulto. Entre otras cosas, hemos podido "hacer rápido" (vaya) porque
una conocida de un conocido ha hablado con quien hace de "enlace"
(otra nueva palabra) entre el sindicato y la obra social. Si no, los tiempos
hubieran sido aún más largos. "Turnos para operarse sobran, no hay
problema", nos dice la médica que nos recibe. Que no es la cirujana, sino
que integra un "equipo". La cirujana jefa es una figura fugaz que va
y viene entre los consultorios, chequea por WhatsApp horarios y diagnósticos y
ladra órdenes a sus colegas. Tenemos tiempo de sobra para ver cómo trabaja pues
debemos esperar tres horas una vez (sala de espera colmada, todos pacientes
oncológicos, pobre Artax), otro tanto en dos ocasiones más, hasta acorralarla
en la puerta de un ascensor para que ponga fecha de operación.
Una vez hecha la cirugía, solo yo pude hablar con la
cirujana en la puerta del quirófano. Me informó el resultado de la operación,
que luego resultó ser diferente con el "estudio patológico
definitivo", veintiocho días después. Nadie se imagina la diferencia que
puede hacer en la vida de una persona la diferencia entre "negativo" y
"positivo" hasta que se aferra a la primera de las palabras como un
pasaporte a la tranquilidad. Y eso es lo que pasó por la falta de información
pre y post operatoria. Nos dijeron una cosa, pero la "epicrisis" (una
nueva palabra) que pudimos retirar un mes después, ya el día de la operación
decía otra.
La cirujana jefa ni siquiera habló una vez con una persona
que puso su vida en sus manos. Sonará hiperbólico, puede ser. Encabeza un
equipo. Pero resulta que luego de la cirugía, descubrimos que "los
mastólogos" opinan de una manera, "los oncólogos" de otra y
"los patólogos… ah, los patólogos". Nos lo deja claro la médica que
nos hace el chequeo previo a la primera quimioterapia. "¿Por qué no se
consultan entre ustedes?", preguntamos. "Porque trabajamos en centros
diferentes". "Pero la información contradictoria genera
angustia", respondemos. "No todos los pacientes son como ustedes, que
preguntan. Algunos no entienden lo que les decimos", nos contestaron.
Y es curioso, porque si escribo esto es porque en definitiva
yo tampoco entiendo.
Acaso uno pida demasiado: que parezca que somos personas
mientras nos tratan. Y probablemente no se le pueda pedir al sistema de salud
que actúe a contracorriente del clima dominante: precario, de falsa comunidad,
de sonrisas permanentes en las pantallas, mientras la corrosión avanza y cada
vez nos acostumbramos más a ser menos personas.
Así y todo, no deberíamos dejar que la Nada avance, por más
Pantano de la Tristeza que tengamos enfrente. Pero sería tanto más fácil si
recordáramos lo que nos distingue como humanos. No debería ser necesario ningún
riesgo, ninguna enfermedad, para que la empatía organizara nuestros días.
Fuente: Infobae
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