En momentos con la mayor abundancia de datos de la historia,
el desafío para el cuidado de la salud radica en identificar si podemos confiar
en ellos. Porque a diferencia de las religiones, donde alcanza con la fe, la
ciencia requiere de un proceso formal para dar por ciertas sus afirmaciones.
Ante la evolución de la ciencia, son varias las verdades que dejaron de serlo
por la aparición de nuevos estudios que demostraron lo opuesto, como la
recomendación de no realizar el rastreo de cáncer de próstata con PSA.
Otras tantas han dejado de ser verdades sin que nada nuevo
demostrara lo contrario, como la reciente prohibición de ANMAT para la
comercialización de productos con la combinación de glucosamina y meloxicam, de
uso difundido para la artrosis.
Más preocupante aún resultan situaciones como la publicada
por la BBC de Londres, donde se comprobó que se ocultaron datos relevantes en
un estudio científico para favorecer la recomendación de colocar stents aun
cuando aumentaban hasta un 80% el riesgo de sufrir un infarto.
Tan alarmante como identificar, como fue publicado en
clinicalevidene.com, que el 50% de las prescripciones médicas tienen
efectividad desconocida; es decir, no se sabe siquiera si las tecnologías
sirven o son perjudiciales para los pacientes.
Sumado a ello, los médicos no siempre aplicamos
adecuadamente las recomendaciones, la enorme cantidad de solicitudes de PSA o
la prescripción de vitamina D son ejemplos concretos de la distancia entre la
evidencia científica y los usos y costumbres profesionales. Un estudio de la
Asociación Americana del Corazón (American Heart Association), publicado
recientemente en The New York Times, concluyó que gran parte de los bypass
coronarios y colocaciones de stents habían sido injustificados, en un claro
ejemplo de sobreprestación inadecuada.
¿Significa ello que las nuevas tecnologías no sirven para
nada? En absoluto, de hecho son varias las tecnologías que han supuesto y
suponen mejoras considerables en términos de resultados en salud.
Pero asumir que una tecnología es mejor por el mero hecho de
ser nueva es, a priori, tan erróneo como impedir el acceso de otras tantas solo
por su costo. Se requieren entonces herramientas que permitan identificar la
verdadera innovación, los resultados relevantes, el aporte de las nuevas
tecnologías respecto a las disponibles y determinar si vale la pena pagar el
costo incremental en relación el beneficio que generan.
Aunque probablemente el mayor desafío radique en poner el
caballo delante del carro. Deberíamos empezar por identificar las necesidades
insatisfechas en términos de salud y recién allí identificar las tecnologías
que pudieran ofrecerse como posibles soluciones. Y no al revés, donde las
nuevas tecnologías parecen salir en la búsqueda de enfermedades en las que
puedan utilizarse, sean o no situaciones prioritarias para la población.
El proceso actual para decidir si un medicamento,
dispositivo o procedimiento puede comercializarse en Argentina debiera ser
motivo de preocupación para todos. No solo porque hay una sola barrera para
acceder al mercado, en cabeza de ANMAT, sino porque esa barrera se levanta casi
automáticamente en función del país donde ya fue autorizada. Y porque una vez
autorizada, seguramente alguien pagará por ella y a precios que no siempre
guardan relación con el beneficio que aportan.
El futuro cercano nos ofrece la proliferación de métodos
diagnósticos “de precisión” y tratamientos cada vez más personalizados. ¿Serán
acaso tecnologías disruptivas en el manejo de los problemas de salud o acaso
más de los mismo?
Estaremos más cerca de la verdad si la respuesta llega de la
mano de procesos sistematizados, como la evaluación de tecnologías sanitarias,
que intenta estimar el aporte comparativo de las tecnologías sanitarias a fin
de reducir la incertidumbre al tomar decisiones de cobertura.
Argentina debate desde mediados de 2016 la creación de una
Agencia Nacional de Evaluación de Tecnologías Sanitarias y pese al aparente
consenso entre los actores afectados por ella, entre los que están los
financiadores, la industria farmacéutica y hasta los pacientes, no hemos
logrado que se convirtiera en Ley.
Ha llegado la hora de dudar de todo, de “contarle las
costillas” a las nuevas tecnologías y de aceptar que todo para todos no es
posible pero tampoco necesario. Es mandatorio identificar el valor que aportan
las tecnologías para resolver los problemas de salud de la población.
Para evitar, como se ha dado en el caso de los medicamentos
oncológicos, que generen más beneficios para algunos oncólogos que para los
propios pacientes con cáncer. Lo necesitan las tecnologías verdaderamente
innovadoras. Lo merecemos todos.
Fuente: Clarín (por Esteban Lifschitz: Director de la Carrera de médico
especialista en evaluación de tecnologías sanitarias. Facultad de Medicina de
la UBA)
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